La infracción de la vicepresidenta
Escrito por Renzo Cavani
El artículo 126, § 3, de la Constitución Política del Perú dice lo siguiente: “Los ministros no pueden ser gestores de intereses propios o de terceros ni ejercer actividad lucrativa, ni intervenir en la dirección o gestión de empresas ni asociaciones privadas”. La premisa interpretativa que asumiré es que las razones subyacentes a esta norma no sólo consisten en reprimir un eventual conflicto de intereses cuando éste se produzca, sino fundamentalmente en prevenirlo.
Esto tiene sentido porque cuando una persona asume el cargo de ministro/a de Estado, la única gestión de intereses que debe perseguir es la pública y no la privada (art. 119, Const.). Por ello, el sólo hecho de asumir formalmente aquel cargo hace que sea incompatible ostentar cualquier función directiva o gerencial, sin interesar si es que se trata de una persona jurídica con fines de lucro o asociativa y sin interesar que efectivamente pueda realizar actos que generen conflictos de intereses.
Nótese que la Constitución no prohíbe ser socio de una empresa ni tampoco ser miembro de una asociación. Una interpretación armónica con los derechos fundamentales a la propiedad, a la libertad de asociación y la libertad contractual no permitiría entender el art. 126 en este sentido tan amplio. Así pues, es importante hacer una distinción muy clara en ámbito corporativo: la propiedad y la gestión. Alguien puede ser un socio y gerente de su empresa (en dicho caso, ambas situaciones confluyen) o ser un socio sin participación en el directorio o en la gerencia, en cuyo caso hay una separación (esto es lo que pregona, por ejemplo, el modelo del gobierno corporativo).
Precisamente por ello es que, cuando una persona asume un ministerio, existen otras normas en nuestro sistema jurídico de prevención de conflicto de intereses que impide que, por ejemplo, la empresa de la que el ministro es socio pueda obtener licitaciones o, en general, que pueda percibir dinero público. También existen otras normas que impiden que, por ejemplo, personas con las que tenga vínculos consanguíneos o de afinidad puedan entrar a trabajar en el Estado. Todo esto es el precio que hay que pagar por asumir un cargo tan importante en el aparato público.
Por ello, recurriendo a un criterio más restrictivo de la prohibición constitucional, lo que el art. 126 obliga al/a nuevo/a ministro/a de Estado, cuando asuma el cargo, es dejar de ser gerente o director si se trata de una sociedad, o dejar de formar parte de la junta directiva en el caso de la asociación (y, por extensión, una fundación u otra persona jurídica regulada por el Código Civil).
Poco interesa si es que existen escasas probabilidades de que, teniendo en cuenta el giro del negocio o los fines de la asociación frente a la cartera ministerial asumida pueda haber un efectivo conflicto de intereses (piénsese, por ejemplo, ser socia de una empresa algodonera y asumir el Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables). La Constitución prohíbe ser gestoro intervenir en la dirección o gestión de personas jurídicas de derecho privado. Esto quiere decir que la titularidad de la situación jurídica de ministro/a es incompatible con la titularidad de cualquier cargo de gestión o dirección en una entidad privada. En una palabra: no se puede “ser” gerente, “ser” director o “ser” directivo.
Por tanto, si alguien ostenta la titularidad de un cargo de gestión o dirección, como es el caso de la vicepresidenta Dina Boluarte, al ser presidenta de una asociación privada, lo que corresponde es que pierda dicha titularidad para evitar la incompatibilidad prohibida por la Constitución. Y esto nos lleva a otro problema: ¿Cómo se hace para perderla?
En una definición bastante común a nivel legal, la renuncia es la declaración de voluntad unilateral expresada por el titular de una cierta situación jurídica con el propósito de dejar de serlo. Se puede, pues, renunciar a un derecho y con ello se pierde la titularidad sobre éste (con todo lo ello que implica); se renuncia a ser trabajador de una empresa, con lo cual se extingue la relación laboral y, entre otros aspectos, el deber jurídico de desempeñar la prestación laboral, de recibir una remuneración, de seguir órdenes del empleador, etc.; se renuncia a ser director de una sociedad, tras lo cual se pierde el derecho de voz y voto en los directorios, en donde se toman las principales decisiones sobre la gestión de aquella.
Dependiendo de la situación a la que se renuncie confluye una serie de reglas que hay que cumplir, e inclusive la propia eficacia de dicha declaración de voluntad. Por ejemplo, en el ámbito del régimen laboral general (el D. Leg. 728), a pesar de formalizar la renuncia, existe un tiempo adicional en que aún se mantiene el vínculo laboral, salvo que el empleador decida exonerarlo. En el caso de una sociedad, la renuncia de un gerente general tiene efecto inmediato no bien se informe a los demás socios.
La licencia, en cambio, se contextualiza en el marco de una relación laboral: aquí, a diferencia de la renuncia, no se pierde el vínculo laboral, quedando suspendido el deber de prestar trabajo, pero pueden subsistir otros, como recibir una remuneración (la conocida “licencia con goce”). En el caso de la vicepresidenta, como se recuerda, pidió licencia a su empleador (el RENIEC) porque ejercer el cargo de ministro es incompatible con ejercer cualquier otra función pública (art. 126 § 2 Const.). Más allá que el RENIEC no aceptó una licencia tan prolongada, este camino era el correcto: con la licencia se deja de ejercer un cargo que exige realizar prestación laboral para la entidad pública, permitiendo que se pueda hacer lo propio para el ministerio, en calidad de titular de la cartera.
Empero, el punto fundamental es el siguiente: en cargos de gestión y dirección, la única forma de “dejar de ser”, esto es, perder titularidad sobre la situación jurídica de gerente, director, presidenta de asociación, por propia iniciativa, es con la renuncia y no con una licencia, por ser una figura inapropiada. Así, no es posible ser una presidenta de asociación, director o gerente “con licencia”. La Constitución exige dejar de serlo.
En el caso de la presidencia de una asociación privada no hay vínculo laboral, sino un vínculo civil producto de una elección entre asociados/as y, por tanto, para “dejar de ser” presidenta (esto es, ya no ser titular de dicha situación jurídica) no procede pedir licencia, sino renunciar; todo ello sin perjuicio de que una “licencia a ser presidenta” no sea un acto inscribible según el art. 2, d) de Reglamento de Inscripciones del Registro de Personas Jurídicas.
De esta manera, en el caso de la vicepresidenta Boluarte, la infracción constitucional se produce en el exacto momento en que, formalmente, asumió la titularidad del cargo de ministra de Estado (esto es, al día siguiente de la publicación de la resolución suprema por la que se le designa, firmada por el presidente de la República y el presidente del Consejo de Ministros) sin haberse producido la renuncia (= dejar de ser presidenta de la asociación). Y todo parece indicar, pues, que la vicepresidenta no renunció cuando debía hacerlo. Por ello, a mi juicio, sí existe infracción constitucional.
Ahora bien, factores como el tiempo más o menos prolongado en el que esta incompatibilidad se haya mantenido, la diligencia del ministro para hacer efectiva la renuncia si hubiera existido algún inconveniente o los actos realizados para amainar la infracción ya ocurrida son algunos a tomar en cuenta para que se proponga o decida el tipo de sanción (suspensión en el cargo, inhabilitación, destitución, etc., ex art. 100 Const.). También lo son, por supuesto, la negligencia de seguir desempeñándose como presidenta de la asociación varios meses después de asumir el cargo de ministra para realizar trámites municipales y, en general, la impericia de no asesorarse debidamente a efectos de evitar cualquier incompatibles.
Así, en el marco de una acusación constitucional que genere un antejuicio político, una vez probados los hechos relevantes, pasan a cobrar importancia las razones a ser explicitadas en el informe de la Subcomisión de Acusaciones Constitucionales, en el informe acusatorio de la Comisión Permanente y en el debate y, finalmente, votación del Pleno del Congreso para aprobarlo o no.