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El desmoronamiento de la identidad. "Las palabras perdidas", de Victoria Dana

Escrito por David Ibarra Delgado

Somos cada vez más longevos, lo que no significa que vivamos mejor. Sin ir muy lejos, en mi caso, todas mis abuelas y abuelos padecieron de una enfermedad neurodegenerativa, sin excepción, lo que se tradujo en síntomas como la mirada perdida en el vacío, el desmoronamiento de la identidad, las manos temblorosas e ingobernables, el no reconocer a familiares cercanos. Así que puedo decir, después de haberlas visto muy de cerca, que en sus semblantes ríspidos rezuma la muerte misma.

En Las palabras perdidas, de la mexicana Victoria Dana, asistiremos, de primera mano, al lento deterioro de Blanca Hernández, una abogada litigante y docente universitaria de 52 años que comienza a olvidar sucesos, a desorientarse. Mientras trata de encontrar alguna explicación a estos extravíos repentinos, disimulará sus lagunas con excusas convincentes para salir del paso, se agenciará de una agenda para anotar sus citas y audiencias, elaborará mapas y rutas que deberá seguir para no perderse cuando conduce su vehículo.

Pero esto no le permitirá llevar una vida normal por mucho tiempo. Entre las virtudes del mal que padece –que sería el alivio de Ireneo Funes[1]– no se cuenta la indulgencia. En el mediano plazo tendrá que renunciar al automóvil, abandonar la docencia, dejar el trabajo en el estudio jurídico, evitar salir sola a la calle para no extraviarse, etc. Y en este franco declive, poco a poco deberá renunciar a sí misma.

Aunque a simple vista no se perciban sus estragos, este mal devora a dentelladas la memoria, acaso nuestro bien más preciado. Anegado de dolor por el empeoramiento de la esclerosis múltiple de su hermano mayor, el escritor mexicano Rafael Pérez Gay se cuestiona si es que es posible la sobrevivencia de las experiencias vitales y qué queda de nosotros luego de que estas son arrasadas por la enfermedad:

«Las noticias, las peores. Mientras veo las imágenes de las múltiples resonancias y tomografías, me pregunto en qué parte de esas luces y sombras del cerebro de mi hermano está «Piedra de Sol» de Octavio Paz, el poema que mi hermano era capaz de decir de memoria en su mayor parte; dónde quedó García Lorca, que le encantaba citar a la menor provocación; dónde la memoria, en qué surco está mi madre, es decir, el recuerdo de mamá, dónde el padre. ¿Todo se ha perdido? ¿Así, de un plumazo, empezamos a ser nada, nadie, nunca?» (Pérez Gay, 2019, pp. 10-11).

Victoria Dana captura muy bien la sintomatología de la demencia: la desorientación de Blanca, sus razonamientos erróneos, el apreciar la vida en estado de inocencia (una tarde lluviosa puede ser para ella un acontecimiento nunca antes visto), las repeticiones constantes a manera de un casete que rebobina una y otra vez hacia atrás, el hallazgo de objetos en los lugares más insólitos, la fijación hacia un objeto o tema sin dejar margen de negociación a los demás, su inusitada agresividad.

Sobre esto también escribió Annie Ernaux, la premio nobel de literatura. Luego de visitar a su madre con alzhéimer, sin saber que sería uno de sus últimos días, apuntó en su cuaderno lo siguiente: «Le doy un pan de yema con almendras, es incapaz de comerlo sola, sus labios chupan en el vacío. En ese momento, me gustaría que estuviera muerta, que acabe ya con ese estado de degradación» (Ernaux, 2022, p. 102)[2].

Las palabras que el cerebro de Blanca ya no logra descifrar se encuentran en un voluminoso libro ordenado alfabéticamente que recibe el nombre de diccionario. Si bien es cierto que dicho objeto nos abre las puertas para una mejor comprensión del idioma y sirve para ponerle  nombre a aquello que observamos y sentimos; en el caso de Blanca, muy por el contrario, le valdrá para aferrarse a él como un último bastión de esa normalidad que se le escurre de las manos, aunque cada vez le cueste más entender el significado de las palabras (de ahí el título de la novela): «El diccionario representaba su única defensa contra el mundo: su más fuerte vínculo con la parte racional de ese universo que cada vez entendía menos» (Dana, 2017, p. 179).

En cuanto al estilo, la escritora hace un diálogo constante entre pasado-presente, la guerra civil española, la accidentada niñez de Blanca –tan dura y salvaje– y su caótico presente, empleando para ello unas transiciones muy naturales. También interviene como narradora la voz de Patricia, la hija de Blanca, en forma de cartas que escribe para desfogar su frustración, los cuales ayudan a completar, desde otra perspectiva, el drama familiar.

Las palabras perdidas es un libro de grata recordación, tanto desde el punto de vista estilístico como del contenido, en el que además se percibe un arduo trabajo de investigación. Una idea que queda flotando en el aire luego de leído el libro se resume en lo dicho por la cuidadora Teresa: ««Por eso creo que hay que vivir intensamente. Aprovechar el tiempo. Desde que te levantas. Eso es lo que te enseña el alzheimer [sic]»» (Simón, 2012, p. 207).


[1] Ireneo Funes, del cuento «Funes el memorioso», es un personaje borgiano que posee una memoria fotográfica que parece no tener rival: puede aprender idiomas con suma facilidad (incluso una lengua muerta como el latín, armado apenas de un diccionario y algunos libros en ese idioma), dar la hora precisa sin consultar el reloj y reproducir con exactitud la totalidad de un día tal y como transcurrió (Borges, 2019, pp. 115-120). Haciendo a un lado la ficción, una proeza de ese calibre se presentó en la vida real, en plena Edad Media: «Una carta de 1446, publicada por J. Werner, relata la estupefacción y la incredulidad de los sabios alemanes ante la visita de un joven español de veintiún años […] capaz de recitar de memoria toda la Biblia, Nicolás de Lira, los escritos de Santo Tomás, Alejandro de Halès, Buenaventura, Duns Escoto ‘y muchos otros’, amén de las decretales y sus glosas, todo Avicena, Hipócrates, Galeno…pero, es verdad, sólo una parte de Aristóteles» (Zumthor, 1987, pp. 157-158, citado por Frenk, 2005, p. 29, nota 27).

[2] En el cuento «Trampa jugando a la canasta», del inglés William Trevor (2013), Mallory comienza a cuestionarse si es que vale la pena seguir manteniendo la promesa que le hiciera a su esposa diagnosticada con alzhéimer, que consiste en ir cada cierto tiempo a Harry’s Bar, el restaurante veneciano preferido de ambos (pp. 63-65). Por otro lado, desde la no ficción, un libro con testimonios de pacientes de alzhéimer y cuidadores se encuentra en Simón (2012). A continuación, un pequeño fragmento del libro: «El taxista le contó que su mujer también tenía la enfermedad de Alzheimer, que para salir a trabajar tenía que atarla. Porque sin querer podía hacerse daño. O quemar la casa. / – Cualquier cosa, vaya usted a saber… / El taxista le contó que sus dos hijos estaban fuera de Madrid y que nadie se podía hacer cargo. Solo él. Pero que a él le faltaban dos años para jubilarse y no podía dejar de trabajar. Que por eso la ataba. Y que entre carrera y carrera iba y venía a darla de comer. O a moverla un poco. «Por las escaras, ¿sabe?»» (Simón, 2012, p. 81).


Ficha técnica:

Título original:Las palabras perdidas
Autor:Victoria Dana
Idioma original:español
Editorial:Penguin Random House
Valoración:4 de 5
Portada:

Referencias bibliográficas:

Borges, J. L. (2019). Ficciones. México D. F.: Lumen.

Dana, V. (2017). Las palabras perdidas. México D. F.: Penguin Random House.

Ernaux, A. (2022). No he salido de mi noche (L. Vásquez Jiménez, trad.) (2a ed.). Madrid: Cabaret Voltaire.

Frenk, M. (2005). Entre la voz y el silencio. La lectura en tiempos de Cervantes. México D. F.: Fondo de Cultura Económica.

Pérez Gay, R. (2019). El cerebro de mi hermano. México D.F. – Bogotá: Planeta.

Simón, P. (2012). Memorias del alzheimer. Madrid: La esfera de los libros.

Trevor, W. (2013). Una relación mágica (I. Ferrer Marrades, trad.) (2a ed.). Barcelona: Salamandra.